jueves, 18 de diciembre de 2008

La chica de Gracia




Últimamente me encuentro al chocolatero por todos lados. Tan constante ha sido su presencia, que ni siquiera me sentía inspirado para escribir sobre sus mas recientes apariciones. Sin embargo, hoy descubrí algo. Todo fue una estrategia suya. El chocolatero quería que al verlo tanto dejara de verlo. Y hoy por fin, ví lo que me quería mostrar.




Esta mañana, de vuelta a la ciudad después de una larga noche, recibí la invitación de dos amigas del norte para pasear por el barrio de Coyoacán. Animado ante la posibilidad de disfrutar un poco de sol, matar la resaca y comer algo decente, las recogí en su hotel y nos dirigimos hacia allá. Una vez en el barrio, la primera parada fue una torteria española en Avenida Centenario, donde devoramos unas exquisitas tortas de jamón serrano y queso manchego, acompañadas con una sopa de papa y chorizo. Con el tanque lleno, caminamos hacia el museo de Frida Kahlo solo para salir corriendo ante la visión de hordas de turistas buscando entrar; lo que fue una decepción para mis amigas norteñas quienes de corazón querian entrar a la casa azul, se convirtió en alivio para mí, feliz por ahorrarme los 40 pesos de entrada a un museo que he visto miles de veces.




Ante la dificultad de la visita decidimos cambiar los planes y vagar sin rumbo por el barrio; pasamos por el mercado, por la plaza y finalmente anduvimos por los dos kilómetros que componen la calle Francisco Sosa, aquella que los lugareños presumen que ha sido votada como la calle más bonita de la ciudad (en uno de esos concursos del que nadie ha oído hablar y que me recuerdan la afirmación que existe en todos los países de que su himno nacional ha sido votado el segundo mejor después de la Marsellesa).




En el camino, cada uno de nosotros tuvo una misión. Una de mis amigas se dedicó en cuerpo y alma a revisar todos y cada uno de los puestos de vendimia de la calle, a dejarle bien claro a cada vendedor que es una clienta difícil de convencer, y finalmente, a cerrar los mejores tratos para llevarle regalitos a sus seres queridos. La otra, dedicó el paseo a hacerlo muy agradable para mí, contándome las historias más fascinantes de sus viajes alrededor del mundo con su compañía de danza, sus experiencias como abogada de inmigrantes africanos en la ciudad de Washington, y a negarse en todo momento a comprarle regalo alguno al que en boca de la primera es su novio. Por mi parte, la labor que desempeñé fue la más sencilla de todas. Se redujó a reponer los electrolitos perdidos la noche anterior mediante el consumo constante de bebidas energéticas, ofrecer mi brazo a mi amiga-abogada-bailarina para que me pudiera platicar al oído lo más cerca posible, y sonreír a la gente que cruzaba por la calle cuando notaba que venía acompañado de dos chicas preciosas.




Y asi, entre historias, puestos y bebidas, llegamos a la plaza de Santa Catarina. Desde unas cuadras antes noté por el tamborileo, la posibilidad de que el chocolatero estuviera ahí presente. Una cuadra antes del lugar no me cabía duda, el chocolatero estaba en la plaza. Cuando llegamos, lo primero que se asomaba a la vista era un círculo de gente que reía nerviosamente; un poco más cerca vimos al chocolatero, irradiando energía en el centro de la masa, acompañado de su fiel amigo Atreyú, irreverentes, irrespetuosos e ingeniosos como siempre. Entre los dos deleitaban a la comunidad con música y actos de magia. Al ver que nos integrabamos a la rueda, el chocolatero realizó una broma respecto de nosotros los recién llegados, recibiendo del público y de nosotros en pago, una sonora carcajada.




Y entonces pasó. En los últimos estertores de la risa, cuando volvía a abrir los ojos y mis labios regresaban a su posición original, alcance a verla detrás del chocolatero. Era esa expresión en la cara de una mujer que se me hizo extremadamente conocida, sin el mas mínimo rasgo de haber sonreído y con la mirada fija hacia la fuente que tiene la cruz del atrio de la parroquia. Sin poder atinar donde la había visto antes y seguro de que no pertenecía al paisaje local, quité la atención sobre Atreyú y el Chocolatero, y viéndola fijamente busqué en lo profundo de mi memoria hasta recordar donde la había visto.




Y asi, revisando neurona por neurona la encontré. Fue hace unos años en una fuente del barrio de Gracia en Barcelona, una noche calurosa de agosto, en el cuarto o quinto día de llevar la fiesta más alla del mediodía y despertar casí al atardecer. Iba entonces con María y ese día habia llegado toda la gente de su pueblo natal Tarrega. Andando de marcha por la plaza, caminabamos sin rumbo comprando cervezas de un euro a los estudiantes. Nos detuvimos en varias de las plazuelas a escuchar las presentaciones sin emocionarnos demasiado por ninguna. Dando vueltas llegamos a la plaza Rius. Ahí estuvo el chocolatero...y ahí vi también por primera vez el rostro que se aparecía ahora nuevamente en los barrios de mi ciudad, disperso al igual que en esta ocasión, entre las risas de la multitud.




Embebido en los recuerdos, me perdí los últimos actos del performance. Mientras mis amigas sacaban algunas monedas para cooperar para la causa, el chocolatero les acercó el sombrero para que las depositaran en él. Una vez que recibió el dinero se me acercó y me preguntó: "¿Que te pasa?, te veo distraído". "Nada" le dije, "solo que me pareció que conocía a esa chica que se dirije a la fuente, viene contigo ¿verdad?" pregunté. Se rió y me contestó: "Lleva mucho tiempo con nosotros, pero no se si venga conmigo. Llegó hace algunos años después de dedicar su vida a estudiar no se que cosas de aprendizaje y lenguas. Me impresionó su llegada, cuando le pregunte que sabía hacer ¿sabes que me contestó?" preguntó. "Ni idea" le dije. "Me contestó" continuó el chocolatero, "yo lo único que se hacer, es decir mentiras". Al concluír la frase volvió a reirse, tomó el dinero del sombrero y se cubrió con él la cabeza para alejarse dando brincos.




Obviamente no intenté alcanzarlo. Volteé la mirada hacia donde se encontraba unos minutos antes la mujer y no la ví mas. Alcance a mis amigas en el puesto de nieves en donde compraban algo para refrescarse del calor de la tarde. Más al rato manejé hasta el aeropuerto para dejarlas y me despedí de ellas, agradeciéndoles la excelente tarde que me habían hecho pasar y guiñándole el ojo a una antes de subirse al avión.




Despúes volví a mi casa y no dejó de pensar en la expresión de la cara de esa mujer. Se que volveré a ver a la chica de Gracia (y ahora de Coyoacán) y se que el chocolatero quería que la viera, lo que no sé, es para que fin. A ver que pasa, pero estoy seguro que ella y el chocolatero, algo se traen entre manos.



Bruce Robertson